Tanto nos habían hablado de Caleta Tortel que no podíamos dejar de ir. Un pueblito costero hecho todo de madera. Sin Calles. Perdido al final de una carretera hermosa pero poco transitada donde apenas hay habitantes. Sabíamos que sería duro viajar a dedo por allí. Pero nunca pensamos que lo sería tanto. Sentirse desamparados es malo, pero en la Patagonia es muy peligroso.
Vamos a hablar de
Empieza la aventura
Nos encontrábamos en Cochrane, en plena Patagonia chilena, y al frío se le había sumado la típica lluvia intensa. Era nuestro segundo intento, ya que el día anterior pasamos todo el día y la tarde intentando salir de allí rumbo al sur sin éxito. Acabamos pasando la noche en una iglesia (eso será otra historia) y estábamos agotados y muy desmotivados.

Pasaban las horas, y todo parecía indicar que volveríamos a pasar otro día allí sin avanzar, cuando finalmente de súbito paró una furgoneta.
Casi sin fe nos acercamos y preguntamos si iban dirección Tortel. El conductor asintió lacónicamente y nos invitó, con desgano, a subir. Confundidos por sus ademanes preguntamos si nos llevaban para allí de forma gratuita a lo que respondió afirmativamente agregando que si queríamos pagar ya era cosa nuestra… Todos los ocupantes del vehículo rieron y nosotros, mojados y cansados pero felices, nos acomodamos donde pudimos.
El viaje fueron varías horas con vistas a los maravillosos paisajes de la poco conocida Patagonia chilena. Entre la boscosidad híper frondosa manaban cascadas mágicas coronadas por cumbres blanquesinas, pues la lluvia había dado paso a la nieve.

Llegamos a Caleta Tortel
Después de muchas horas de viaje y ya con las últimas horas de luz llegamos a nuestro deseado destino. Recorrimos este fabuloso pueblo de ensueños mientras buscábamos el camping de la ciudad para pasar la noche cuando para nuestra sorpresa nos dijeron que dicho lugar llevaba cerrado más de un año.
Con los ojos abiertos de par en par nos miramos buscando una respuesta en el otro a la evidente pregunta: ¿Qué hacemos?
Fuimos a una especie de hotel a pedir habitación y nos dijeron el precio. Caro no, carísimo, pero bueno, habría que pagarlo. Fue allí cuando se nos vino el alma al suelo al enterarnos que ni aceptaban tarjeta ni había cajero automático en el pueblo…
¿Y ahora?
Nosotros no teníamos dinero en efectivo y no había manera alguna de negociar. Pedimos dormir en el suelo a cambio de trabajo y sistemáticamente nos fueron cerrando las puertas de todos y cada uno de los hospedajes.
Bajo el desolador panorama tomamos la decisión más peripatética: caminar por este hermoso pueblito de madera y, como siempre, esperar a que el dios de los viajeros nos echara una mano.
Después de un agotador paseo de no sé cuántas horas, con las mochilas al hombro, mojados por la aguanieve y con los huesos y el alma congelados, llegamos a una especie de plataforma/plaza de madera, cubierta con amplio techado y los más importante: unos bancos secos donde descansar.

Después de unos minutos de silencio tuvimos una breve y absurda conversación:
– ¿Qué hacemos?
– No sé…
– ¿Qué vamos a hacer?
– No lo sé…
– Pero… ¿qué hacemos?
– Te digo que no lo sé
– ¿Me pongo a llorar ya?- …
Y mientras estábamos en esa dinámica nos vimos casi de noche rodeados de perros «callejeros» (en este pueblo no hay calles, hay pasarelas, así que el término «callejero» no se si sería del todo correcto, pero sigamos), cuando un señor de de no unos 60 años, apariencia curtida y un tanto hosca, con un andar cansado y renqueante, nos miró extrañado y nos preguntó que qué hacíamos ahí.
Nuestro Salvador…?
La pregunta me descolocó, pues no sabía por donde responder a semejante cuestión, pero antes de que pudiera responder cualquier cosa el señor continuó con un: «¿Tienen donde dormir? Yo vivo acá cerca, no tengo luz ni calefacción, pero les puedo ofrecer un techo»
Nos quedamos atónitos unos segundos y le dijimos que nos haría un inmenso favor, nos invitó a seguirlo con la mano y nos fuimos tras el desconocido. A la alegría de no morir de hipotermia por el clima patagónico le siguió la preocupación de morir a manos de un psicópata de la Patagonia.
Carol, preocupada, me preguntó en voz baja que si yo le podía (ganar una pelea) al hombre… Si bien era bajito, su complexión era robusta (más tarde sabríamos que era leñador), pero como renqueaba, pensé que en el peor de los casos nosotros correríamos más que él.
Nuestro Hogar
Con nuestras nuevas preocupaciones llegamos hasta su hogar. Parecía un lugar abandonado y con mucha suciedad. Era frío y muy húmero, pero al menos estaba seco. Nos ofreció el altillo donde tenía unos colchones harapientos y sucios, que comparado con dormir a fuera era un lujo. El señor de apariencia taciturna nos dijo que se iba al bar a ver un partido de fútbol y sin decir más se fue.
Nos dejó una vela, pues como él ya nos había avisado no tenía electricidad. El atardecer dio paso a la noche y el hambre hizo acto de presencia, así que fuimos a inspeccionar qué utensilios tenía para cocinar, cuando vimos que solo tenía una olla sucia de hacía varios días y nada más…
Después de lavarla con agua helada y un serio riesgo de gangrena en las manos, salimos a comprar algo de comer. Conseguimos unos huevos y una sopa instantánea con sabor a pollo.
Ése sería nuestro premio caliente para coronar un día de contratiempos y angustias. Después de nuestro manjar nos fuimos a nuestros aposentos a descansar pues al día siguiente nos esperarían más aventuras.
Y volvieron las inquietudes
Nos recostamos con la intención de dormir pero el frío era tan intenso que calaba los huesos y después de vestirnos con todas las ropas que teníamos, el cansancio hizo mella en nosotros y nos fuimos adormitando cuando de repente nos despertamos sobresaltados de un susto.
El señor de escasas palabras había vuelto en un evidente estado de embriaguez. Intentaba subir las escaleras del altillo para visitarnos mientras nos hablaba en un tono de voz muy «alegre» y nos iba alumbrando las caras con una linterna que se tambaleada como él mismo.
Descartada la opción de seguir durmiendo, o por lo menos hacernos los dormidos, opté por saludarlo y darle respuestas amables y cortas para no darle pie a una charla (el miedo que sentía tampoco me lo permitía).
El buen hombre nos preguntaba una y otra vez que cómo estábamos mientras nos apuntaba directamente con su linterna a los ojos a lo que yo respondía: «bien, gracias» o «sí, gracias» mientras me encandilaba con el foco de luz.
Siguiedo en esa dinámica el señor bajó las escaleras (más de una vez pareció que se iba a dar un buen porrazo) mientras seguía murmurando alegremente cosas ininteligibles. La noche transcurrió sin más imprevistos, pero entre el susto y el frío ya no pudimos conciliar el sueño.
Suficiente Caleta
Pasaron unas horas hasta que la luz del alba comenzó a ahuyentar a la obscuridad y aprovechamos para armar en silencio nuestras mochilas, dejar una nota de agradecimiento y salir del hermoso y gélido pueblo del sur de Chile.
Al final el señor resultó ser buena persona. Nosotros tuvimos nuestras dudas pero el tipo salió de la nada y nos ofreció su casa y no tenemos más que agradecimientos por aquel leñador.
No solemos aceptar invitaciones de desconocidos, pero esta vez volvió a salir bien. Tocaba ponernos las mochilas al hombro y dejars atrás un lugar hermoso al que volveremos algún día, eso sí, con dinero en efectivo.

Todo lo que tienes que saber para comprar vuelos online sin caer en estafas y perder el tiempo. Ahorra tu dinero en el vuelo y gastatelo en el destino.
100% libre de SPAM